La dignificación de la educación en Colombia: panorama de una protesta
Por: Pueblo Girardota
La huelga se constituye en ejercicio de pensamiento crítico, expresión y reivindicación de la dignidad humana. De tal suerte que “no es locha sino lucha” por la dignidad humana la que ahora está desplegando el magisterio a través de su organización sindical, una de las pocas que todavía ejerce la crítica y reclama condiciones dignas para la educación.
A la oficina de la Federación Colombiana de Educadores le arrojaron un explosivo, a las puertas de dos profesores en Ituango les dispararon y ya son cuatro los docentes asesinados en este Paro Nacional. Lo curioso y sospechoso de parte de las autoridades es que para ellos resulten casos aislados, justo en este punto de la historia donde contamos con la nefasta cifra de aproximadamente 3000 sindicalistas asesinados, sin contar los amenazados y desaparecidos o quienes simplemente por criticar y pensar diferente, en aras de promover transformaciones sociales, son estigmatizados como guerrilleros o terroristas. Lo que es casi señalarlos como objetivo de militares o paramilitares —y no precisamente para que los cubran de abrazos–.
La ministra de Educación y los principales medios de noticias (Caracol y RCN, los mismos que venden una fementida imagen de país “feliz”) han enfatizado permanentemente que la razón principal del paro del magisterio es la exigencia de mejores salarios. Información parcializada del Gobierno Nacional y los medios de comunicación con la que muestran apenas un motivo y no la dimensión real del problema.
Un punto y no el pliego completo de peticiones. Así como muestran en las fotos a veinte “pelagatos” en una cuadra y no a toda la “manada” que se ha tomado las principales avenidas de pueblos y ciudades.
Las razones del paro de docentes no se reducen a los salarios (bajos de por sí) ni a la obtención de beneficios económicos. El núcleo fundamental de las exigencias tiene que ver con que se garantice en el presente y hacia el futuro la financiación adecuada de la educación pública, lo cual solo puede lograrse, por el momento, disponiendo el presupuesto necesario a través de la reforma del Sistema General de Participaciones. De este presupuesto depende el funcionamiento de las Secretarías de Educación; la nómina de docentes, directivos docentes, personal administrativo y servicios generales (aseadores, vigilantes, secretarias); los gastos de funcionamiento de las instituciones (papelería, mantenimiento, artículos de aseo); la inversión en infraestructura, la conectividad, el transporte y los restaurantes escolares.
El retraso continuo de estos recursos lleva a que sean muchos los colegios del país que afrontan serias necesidades, mejor dicho, que se encuentran en situaciones paupérrimas. No hay servicios generales: ni aseo, ni vigilantes, ni bibliotecarios. La infraestructura de buena parte de los colegios del país, principalmente en las zonas rurales, no cuenta con condiciones dignas: en los salones, profesores y estudiantes se ven obligados a permanecer hacinados, lo que dificulta el desarrollo de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Condiciones que, además, plantean enormes dificultades para la implementación de la tan sonada “jornada única”.
De otra parte, el aseo lo hacen estudiantes, profesores u otro tipo de personas que, si bien demuestran sentido de pertenencia por la institución educativa, no son las asignadas para cumplir este tipo de servicios. La gran mayoría de colegios no cuentan tampoco con vigilancia nocturna, lo que los ha dejado en bandeja de plata a los ladrones que se han entrado a robar, funcionen o no funcionen, los “computadores para educar”, tabletas, restaurantes y tiendas escolares.
A estos detalles se le suma que no son pocos los establecimientos que carecen de marcadores, borradores, fotocopias y conectividad, recursos tan básicos para el desarrollo de una clase. Los restaurantes escolares funcionan a medias –los que funcionan–, muchas de las cocineras cumplen casi un voluntariado, no se les paga un sueldo digno, por día pueden llegar a ganarse tres mil o cuatro mil pesos y la comida a veces no llega o llega en malas condiciones.
Respecto a las bibliotecas, relegadas históricamente, vale decir que reciben una inversión insignificante, casi nula, de parte de colegios, municipios, del departamento y de la Nación. Aparte de que los bibliotecarios que llegan a ellas son favores políticos de alcaldes o diputados y no cuentan con la idoneidad profesional que requiere tan importante espacio para el desarrollo de una comunidad educativa.
Agreguemos también que a miles de estudiantes, dada la falta de transporte escolar, les toca emprender largos peregrinajes a pie por veredas, trochas, montañas, atravesando ríos y esquivando diablos para llegar a un colegio en semejantes condiciones. De modo que si son ocho millones de estudiantes los perjudicados con el paro, cabe preguntarse cuántos millones son los perjudicados dentro de las condiciones “normales” de las instituciones educativas en el país.
Es en este sentido que los Secretarios de Educación departamentales y municipales han expresado públicamente que los recursos no están llegando a los territorios, que para este año hay un déficit de 600.000 millones de pesos. ¿Quién miente? ¿Los docentes que marchan en las calles o la ministra que afirma que el Gobierno Nacional le ha venido cumpliendo a la educación?
Según la ministra y el presidente, ningún otro gobierno ha invertido tantos recursos en el sector educativo, pero habría que discriminar cómo se ha hecho esta inversión; por ejemplo: en el programa de becas para educación superior Ser Pilo Paga se invirtieron, hasta 2016, 222 mil millones de pesos, de los cuales el 98,4% se quedó en universidades privadas (especialmente en 5 de ellas: Los Andes, la Javeriana, la del Norte, La Salle y la Sabana).
Según el Observatorio de la Universidad Colombiana, si el Gobierno Nacional hubiera invertido este presupuesto solo en universidades públicas, “podría impactar más de 200 mil estudiantes, aumentar efectivamente la cobertura, y hasta tendría los recursos para impulsar la Superintendencia de Calidad, que no salió por falta de los mismos” (ver artículo). Es decir que este programa, que se ha convertido en una de las banderas del actual gobierno, ha servido para financiar con recursos públicos la educación superior privada.
El gobierno afirma que no hay recursos para atender las exigencias de los docentes y de la comunidad educativa, pero ya desde mediados del año pasado se decretó un aumento para los congresistas del 7.77%, efectivo a partir del 1 de enero de 2017 (aumento equivalente a $2.013.629, lo que arroja un nuevo salario básico de $27'929.064), mientras que el salario mínimo solo aumentó el 7%, es decir, $ 48.261, para un básico de $ 737.717.
Pero el verdadero problema de fondo no son los desorbitantes salarios de los congresistas, sino el modelo político y económico del país, fundamentado en la desigualdad, que hace posible que un gerente del sector privado pueda ganar hasta $120 millones de pesos al mes (como sucede en el sector financiero, según el periódico El Universal), mientras que muchos trabajadores informales no alcanzan a ganar ni siquiera un salario mínimo en dos meses. Un modelo político y económico que engendra y se sostiene gracias a una corrupción escandalosa y descarada, por la que el país pierde 50 billones de pesos al año usurpados del erario público y 60 billones de pesos que, según Juan Ricardo Ortega, exdirector de la DIAN, el sector privado se embolsilla por cuenta de la evasión de impuestos, las mordidas a contratos y el fraude contable (ver El Tiempo). ¿Cuántos problemas se resolverían si este dinero se invirtiera en salud, educación, agricultura, infraestructura y programas sociales?
En consonancia con lo anterior, cabe mencionar que el problema de la desfinanciación de la educación pública en el país no se debe al hecho de la implementación de los Acuerdos de Paz, como lo quieren hacer ver, con el cinismo y el oportunismo que los caracteriza, ciertos sectores políticos que buscan por doquier razones para capitalizar sus intereses privados de supuesto “Centro Democrático”. O como incluso parecen entenderlo de manera irresponsable algunos docentes que replican esta idea a través de memes, comics u otro tipo de chistes. Los Acuerdos de Paz cuentan con una financiación internacional y se supone que el costo que le implica al Estado su implementación se cubre también con los dineros que antes se “invertían” en la guerra, si es que a esto puede llamársele “inversión”. Siendo así, es necesario preguntar si la educación estaría en mejores condiciones en el doloroso contexto de guerra.
Por otra parte, la agremiación sindical de los docentes ha expresado su apoyo al proceso de paz con la puesta en marcha de la idea “Escuela, territorio de paz”. Idea que expresa un profundo sentido de la educación, puesto que el saber y el arte que se cultivan en la escuela, especialmente el conocimiento de la historia y de las causas de la guerra, habría de disponer a estudiantes, docentes y padres de familia al entendimiento y la superación del conflicto, es decir, a la construcción de paz en el espacio de todos los días: casa, aula, país.
Un país que no invierte en educación está condenado, entonces, a reproducir el mismo esquema de desigualdad, pobreza y violencia que históricamente lo ha caracterizado, gracias a los gobiernos elitistas que, antes que favorecer el bien común, satisfacen la avaricia de intereses privados. No es posible hablar de desarrollo y de calidad de vida sin una inversión decisiva en investigación y formación desde la educación inicial hasta los más altos niveles de educación superior. Esto no significa afirmar que todos los ciudadanos tengan que ir a la universidad, pero sí que todos deberían tener la oportunidad de hacerlo, así como todos deberían tener la posibilidad de desarrollar las habilidades y talentos que conducen a la realización personal y que aportan a la riqueza cultural y material de un país. Oportunidades de formación que deberían incluir a los docentes, quienes no cuentan con posibilidades de cualificación profesional ofertadas con proyección y sostenibilidad. A quienes logran formarse les toca luego hacer verdaderos malabares para superar las trabas que les pone el Estado con el fin de no reconocerles sus especializaciones, maestrías o doctorados.
La desfinanciación de la educación pública es la estrategia perfecta para asfixiarla hasta la muerte y para que el sector privado u otro tipo de organismos –caso OCDE, Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional– hagan de ella un negocio redondo, como ya ha sucedido con la salud.
Los estudiantes, los padres de familia, los maestros, toda la sociedad colombiana, estamos llamados a pensar el país desde la raíz misma de sus problemas. Y es solo desde la educación, desde la formación ética, reflexiva, consciente y crítica, que cualquier proyecto de transformación del país es posible. Es por la dignidad, por la praxis concreta que da sentido a la reflexión académica, por la posición crítica que fortalece la democracia, por un principio ético y humano fundamental, que, cada vez que sea necesario, hay que levantar la voz diciendo: somos conscientes y no dejaremos pisotear nuestra dignidad.
Nada hay más formativo para un país que este ejercicio plenamente democrático en el que se comprende que “la injusticia social es más violenta que una digna protesta”, como decía uno de los carteles en una de las marchas multitudinarias de los docentes en Medellín.
Si no reconocemos, entonces, la legitimidad y dignidad de la protesta y el ejercicio formativo y democrático que hay implicado en ella, estaremos lejos otra vez de transformar, al decir de Gabriel García Márquez, una “educación conformista y represiva” que “parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos”; lejos otra vez de canalizar “hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en depredación y violencia”; lejos otra vez de una educación que “nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía”.
Por Santiago A. Duque Cano y Julián C. Ospina Saldarriaga - Docentes de Filosofía
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