La Esperanza, a veintidós años de ignominia e impunidad
El verdugo está convencido de la culpabilidad de la víctima.
Pascal Laine, presentación de El chivo expiatorio de René Girard.
Preludio
La vereda La Esperanza del municipio de El Carmen de Viboral está ubicada en inmediaciones entre los municipios de San Luis, San Francisco y Cocorná, en la autopista Medellín-Bogotá, entre los ríos Cocorná y Samaná, oriente antioqueño, región rica en fuentes hídricas: objeto de deseo mimético en el cual la mirada ambiciosa de las empresas privadas pusieron los intereses tras la apertura de la autopista en la década del setenta.
El poblamiento de la vereda se inició en 1928 cuando unas 20 familias se asentaron en este territorio, fértil para la agricultura y con una riqueza hídrica inmensurable. 50 años de violencia política en Colombia no habían tocado, de manera directa, a los pobladores de La Esperanza, mas, cuando llegó el “progreso” (bastante criticado por Canguilhem en La decadencia en la idea de progreso) hizo su aparición en la región por medio de la autopista que facilitó la movilidad y el intercambio de productos entre las regiones, situación que favoreció que la vía quedara expedita para que grupos irregulares armados hicieran las incursiones iniciales con el fin de incorporar esas riquezas a la organización, además de aprovechar lo estratégico del sitio en relación a los corredores naturales y artificiales, así la accesibilidad a otras regiones del departamento y de otros departamentos de la zona andina. En sus inicios fueron las guerrillas comunistas del EPL y luego las del ELN y FARC; por último las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio las que hicieron presencia.
Andante moderato
Un verdadero paraíso -pensarían los poderosos- que estaba en manos de unos campesinos débiles e ignorantes. Llegamos luego de un recorrido de dos horas en autobús desde Medellín siguiendo la ruta del oriente: Guarne, Marinilla, Rionegro, Santuario. Arriba de La Piñuela entre Cocorná y San Francisco, a mano derecha queda la entrada hacia el territorio. Claudia Serna, abogada de la Corporación Jurídica Libertad (CJL), me convida a que la acompañe a realizar un taller de objeción de conciencia con jóvenes de la vereda, quienes, además de ser víctimas, no quieren ser revictimizados prestando servicio militar, siendo la Fuerza de Tarea Águila y el Batallón Bárbula, en compañía de paramilitares de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, dirigidas por Ramón Isaza, los responsables de las desapariciones forzadas de hace diecisiete años, cuando perdieron a muchos de sus familiares.
La carretera es destapada y sigue un terreno ascendente muy regular, aun cuando en medio de la charla, la divisa del paisaje con montañas escarpadas a nuestro frente y los cañones que forman los ríos Cocorná y Samaná a nuestro costado izquierdo y detrás nuestro, respectivamente, hacen ameno el camino. Este mismo camino por donde una tarde del 21 de junio de 1996, los paramilitares, protegidos por el ejército, ingresaron a la vereda para iniciar su cacería rapaz y ensañarse contra una comunidad inerme en la calma bucólica de la arcadia. Hoy, al igual que aquel día, el sol arrecia firme sobre la geografía abrupta del oriente antioqueño, sobre los bosques impenetrables donde manadas de micos cariblancos buscan alimento. En cuanto el vuelo de las tijeretas colorea la ruta, canta una tonada el pájaro macuá. El croar de las ranas y el chillido de las cigarras alimentan la música festiva de la mañana.
A media hora de camino llegamos a un descanso desde donde puede divisarse el río Cocorná, cuyas aguas parecen negras gracias al color de las piedras al interior de su lecho, entre musgos y líquenes que ríen en lo oscuro de nuestra efímera condición. Bajando una cañada y subiendo otra colina llegamos a las primeras casas de la vereda, donde nos espera un corro de 14 jóvenes y doña Flor, una lideresa comunitaria de La Esperanza, encargada de recibirnos con un guarapo frío que refresca al cuerpo de los rigores del clima. La humedad de la tierra hace sentir el deseo de bañarse en las aguas que bajan castigando desde antaño a las piedras milenarias. El sudor parece una película impregnada en la epidermis.
Allegro agitato
Aclimatados y bajo la sombra de unas tejas plásticas en el corredor de una casita campesina, pintada de verde y rosa, con flores que cuelgan de sus vigas, como en esos cuadros costumbristas de la montaña antioqueña, inicia el taller que Claudia, abogada y acompañante del proceso de los habitantes de la vereda, viene a dar. Entran en contexto ella y los jóvenes, y como de jurisprudencia entiendo lo que un burro de aritmética, aprovecho el tiempo para tomar registro de la región, cuya belleza y riqueza me poseen por completo con un mágico encanto. El camino sigue ondulando por el piedemonte de la cordillera; yarumo, piñón de oreja, Pedro Tomín, son algunos de los árboles que alcanzo a diferenciar.
Regreso a la segunda parte del taller, la cual consiste en que sean los propios jóvenes quienes den sus razones por las cuales no están dispuestos a prestar el servicio militar obligatorio, ya comprendidas las nociones básicas para acudir a la objeción de conciencia como herramienta jurídica de preservar a la ciudadanía en sus principios religiosos, filosóficos y humanos, y a tener el derecho de no acceder al uso de armas ni de atentar contra la vida de otros seres humanos. El ejercicio planteado deja salir de las voces de los muchachos jamás una pizca de odio o resentimiento, sino un llamado y una exigencia a la justicia: “Porque quiero seguir estudiando”, “Le tengo miedo a las armas y a la matanza”, “Jamás me pondría un uniforme de la institución que desapareció a mi padre”, “Ellos (el ejército) no han reconocido su culpa y aún están asentados en el territorio”, son algunas de las oraciones simples o compuestas que los jóvenes plantean como razones para negarse a ser parte de la guerra.
Danza macabra
Eran las 7:30 de la noche del 21 de junio de 1996 cuando un comando de paramilitares del Magdalena Medio, en connivencia con la fuerza pública ingresó a la población y retuvieron por la fuerza a Aníbal de Jesús Castaño Gallego y a Óscar Hemel Zuluaga Marulanda, de 16 años de edad. Los habitantes de La Esperanza cerraron sus puertas y pusieron las trancas en un pleno mutismo. Consternada la comunidad y en el silencio pasmoso de la incertidumbre pasaron en vela. Los campesinos no pudieron dormir aquella noche temiendo lo peor.
Lo jamás esperado, aunque sí pensado, a despecho de los rezos, pudo corroborarse a la mañana siguiente. Los paramilitares muy al alba retienen en una casa a los primos Miguel Ángel Ancízar Quintero, de 16 años, y a Juan Crisóstomo Cardona Quintero, de 12 años de edad, junto con otro joven cuyo nombre no se pudo identificar. En el mismo sector -la vereda se divide en caseríos-, retienen a la familia Suárez Cordero, compuesta por un habitante del sector llamado Freddy y por su esposa. Su pequeño hijo, Andrés, apenas de brazos para la fecha, queda en posesión de la familia Castaño Gallego. Su historia es caso para ser ocupado con detenimiento en líneas aparte, un retrato vívido de la infancia en Colombia.
Siete personas en menos de un día habían sido privadas de su libertad de manera arbitraria por el comando paramilitar. Los días de zozobra aumentaban. Ni el 23 ni el 24 ni el 25 hubo desapariciones u operativos. La calma chicha que tantos males presagia se sentía en el ambiente, en la atmósfera, como un mal augurio. Luego de la acción irregular de los paramilitares, el ejército también hizo lo suyo y, de esta manera, demostró del lado de quién se encontraba. Según el proceso seguido por la abogada Liliana Uribe Tirado, a las 2 de la mañana del día 26 de junio un piquete de soldados perteneciente a la Fuerza de Tarea Águila irrumpe en la casa de Eliseo Gallego y María Gracia Hernández, padres de un funcionario de salud de la vereda, Juan Carlos Gallego Hernández, haciendo disparos al interior de la casa. Al ser inquiridos por el funcionario de salud, éste recibió un disparo por parte de la tropa. En el operativo, según los testigos del caso, se encontraba Freddy en compañía de los soldados.
A las 7 de la mañana del mismo día 26 Freddy Suárez acompañó a los soldados hasta la casa de Irene de Jesús Gallego Quintero, de 17 años, siendo detenida por sospecha, acusándola de ser guerrillera. La Fuerza de Tarea Águila la entregó a la Fiscalía Seccional de El santuario dos días después de su detención. Un delegado de esta entidad no encontró las pruebas suficientes para detenerla legalmente por el delito de rebelión que se le inculpaba y le dio la libertad. Desde esa fecha hasta el 15 de julio nadie la había visto, y esta última ocasión fue en la autopista Medellín-Bogotá, a la altura del estanquillo, según testigos, acompañada de los soldados. De ahí en adelante pasó a sumar la lista de los desaparecidos.
El terror sembrado a la población hacía que los campesinos visitaran menos sus parcelas, por temor a ser capturados por los paramilitares y ser desaparecidos como había sucedido en los días anteriores. Para la comunidad era clara la colaboración entre ejército y paramilitares, incluso los móviles de los operativos eran idénticos. Los campesinos sumidos en el temor que este connubio criminal sembraba en su suelo, trabajado hasta el cansancio y la fatiga, se encerraron en sus casas, a sabiendas de que ni siquiera en ellas estarían seguros. A raíz de la incursión de tropas del ejército a casa de sus padres, y por su herida, Juan Carlos Gallego Hernández, de 26 años de edad, había puesto una denuncia contra la institución castrense. El 7 de julio, mientras se realizaba una reunión comunitaria en la capilla de la vereda, un comando paramilitar ingresó al recinto y retiene a Juan Carlos y lo hacen ingresar a un vehículo, tipo campero; se dirigen a otro sector donde retienen a Jaime Alonso Mejía Quintero en un establecimiento público y más adelante a Javier Giraldo Giraldo, quien opone resistencia y es ultimado a balazos y abandonado su cuerpo en la autopista. Freddy, como en otras ocasiones, también acompaña al grupo paramilitar señalando a los perseguidos.
La angustia de los campesinos no cesaba. Sin embargo, esto no impidió que denunciaran ante las autoridades respectivas la clara colaboración mutua que tanto ejército como paramilitares se estaban dando. Estas acciones por parte de los civiles generaron retaliaciones de los paramilitares y de la fuerza pública. El 9 de julio, de nuevo en compañía de Freddy, un grupo combinado de paramilitares y fuerza pública ingresa a la vivienda de los Castaño Gallego y retiene al campesino Hernando Castaño Castaño y al bebé de Freddy y su esposa. En la ruta tomada aquel día retuvieron también a la fuerza a Orlando de Jesús Muñoz Castaño. Un grupo auxiliar, también de fuerzas combinadas, retuvo en otro sector a Octavio de Jesús Gallego Hernández. El día 15 de julio, como se dijo, se vio por última vez a Irene Gallego.
Estas retenciones se dieron porque Hernando Castaño y Octavio Gallego fueron testigos del operativo militar en el que fue desaparecida Irene Gallego y en el que estaba presente y encapuchado Freddy. Es la “ilusión persecutoria” descargada sobre unos “chivos expiatorios”, representados esta vez en una indefensa comunidad campesina, atrapada entre la miseria y la riqueza, entre el pasado y el ahora, entre uno y otro bando, sofocada su existencia por una hegemonía que no ceja en su empeño de apoderarse de todas las riquezas posibles, porque, lo cierto, es que detrás de todo este andamiaje de muertes, masacres y desapariciones forzadas, está el “objeto de deseo mimético”, representado en la tierra y sus recursos. La riqueza de la región termina siendo la desgracia de la población que la habita.
Una preocupante tregua se dio la alianza asesina, quizá porque el ejército y los poderosos se habían dado cuenta de que la situación ya era demasiado evidente, por lo cual entre mediados de julio y finales de diciembre de 1996, los asesinos sólo hacen una nueva incursión a la vereda. Como en los móviles anteriores, las víctimas ya estaban señaladas con antelación. En el espacio de esa tregua ficticia, es asesinado el Personero Municipal de El Carmen.
Scherzo tenebroso
Una breve, aunque sentida semblanza de Helí Gómez Osorio, Personero del Municipio del Carmen de Viboral, es necesario hacer en este momento. Desde su posesión como personero su labor se encaminó a la defensa de los Derechos Humanos, lo que en Colombia equivale a ponerse en el blanco de los grupos violentos, regulares e irregulares, ya que ésta es una de las labores cuyas posturas a favor de las víctimas ponen en riesgo comúnmente la integridad física del defensor de Derechos Humanos. Las cifras de asesinatos contra este tipo de funcionarios son verdaderamente altas y este caso no sería la excepción.
Abogado de la Universidad de Antioquia, comenzó en esta institución de educación superior a “afinar toda esa sensibilidad”; la sensibilidad social que le acompañaba, como afirma en testimonio su hermano Héctor Gómez Osorio, en declaraciones a la Corporación Jurídica Libertad. Dentro de sus mayores pasiones Helí consideraba el trabajo social y el aprendizaje de éste como su predilecta. La lucha por la justicia social era la que llevaba a cabo en todas las dimensiones de su existencia. Dice su hermano: “La cultura, la educación, la construcción colectiva a partir de la conversación desprevenida, fueron sus mayores intereses. Y, más tarde, como abogado de la Universidad de Antioquia y Personero Municipal, dirigió sus esfuerzos a construir nuevas y mejores relaciones humanas entre los carmelitanos, con la intención de que mujeres, niños, niñas y ancianos, principales afectados por la violencia intrafamiliar, conocieran la tranquilidad”.
Desde su posición se ocupó de los casos de desaparición forzada de la vereda La Esperanza y denunció ante los medios de comunicación y ante la Oficina de Investigaciones Especiales de la Procuraduría, con sede en Medellín, la situación en la que se encontraba la población por las actuaciones irregulares del ejército y por la existencia de un grupo paramilitar que incursionó a la zona desde el Magdalena Medio, con el cual el propio ejército realizaba toda clase de operativos y detenciones ilegales. El personero también denunció a los Batallones Granaderos y Barbacoas de la Cuarta Brigada del ejército por violaciones sistemáticas contra los campesinos de las veredas La Honda y Belén de Chaverra por hechos ocurridos en el transcurso de ese año de 1996, asevera Uribe Tirado, abogada que lleva el caso de La Esperanza y que lo sigue llevando a otras instancias.
El día martes 26 de noviembre de 1996, Helí Gómez Osorio cae asesinado a manos de paramilitares mientras se desplazaba a pie por las calles del casco urbano de El Carmen de Viboral. Tanto Ramón Isaza, comandante de las ACMM como Vicente Castaño, comandante de las ACCU con presencia en la zona, se atribuyen la autoría del hecho. Éste último, según la abogada e investigadora Liliana Uribe Tirado de la CJL, y a través del testimonio de un exparamilitar, ordenó su muerte “por ser simpatizante del ELN”. Lo cierto es que las solas denuncias que el personero había realizado eran suficientes, para que en una guerra sucia, como la colombiana, degradada a límites ignominiosos, el poder destructivo no tardara en dar la orden de ejecución al único defensor que poseía la comunidad aterrorizada.
En documentos que reposan en la Corporación Jurídica Libertad, Rafael Rincón Patiño, presidente de la Asociación de Personerías de Antioquia, en el mismo noviembre de 1996, con relación al trabajo adelantado por Helí, testimonia: “Había iniciado investigaciones contra agentes estatales pertenecientes al Ejército, con base en denuncias sobre la desaparición de campesinos en las veredas La Esperanza y La Honda. El Estado colombiano pierde a uno de sus más importantes servidores y el Ministerio Público queda resentido por su desaparición, ya que se había destacado por la defensa de los Derechos Humanos”.
Para rubricar esta pequeña, aunque significativa semblanza, transcribo de los documentos de la CJL el testimonio que su hermano Héctor deja plasmado como recuerdo del día del funeral de Helí Gómez, y de las sensaciones que le producía ver a su pariente con el acompañamiento del pueblo en ese momento de dolor: “El día del velorio de mi hermano, como a las cinco y media de la madrugada entró un señor: botas de caucho, pantalón y camisa limpios pero remendados, y el poncho a un lado. Se le quitó el sombrero a mi hermano y empezó a llorar. Yo lo miraba y pensaba: bendito sea mi Dios, el pueblo lo está llorando”.
Tras la muerte del personero del municipio, los campesinos de las distintas veredas azotadas por la acción conjunta de militares y paramilitares se quedaron sin voz, ya que como rezaba el titular de prensa de un periódico local: “Callaron la voz de los que no tenían voz”. Con la muerte de Helí, la ley del silencio se seguía imponiendo. El año no finalizaría sin que una última incursión hiciera presencia con el fin de detener a dos nuevas víctimas.
El 27 de diciembre de 1996, siendo las seis de la tarde los paramilitares acompañados por Freddy volvieron a incursionar en la vereda La Esperanza, particularmente a las viviendas de Leonidas Cardona Giraldo y Andrés Antonio Gallego Castaño de 65 años de edad, llevándoselos arbitrariamente, siendo desconocido su paradero hasta el momento. Según la abogada Liliana Uribe Tirado, Andrés Antonio Gallego Castaño había declarado en el proceso por las desapariciones forzadas de mediados de ese año aciago y, por ello, tristemente memorable. Los verdugos, creían aún en la culpabilidad de las víctimas. Estas, por su parte, estaban dispuestas a demostrar no solo su inocencia, sino la de los suyos propios y encarar con las herramientas del derecho a un Estado empeñado en hacerlos su chivo expiatorio.
Allegro non tanto
Con todo y los señalamientos, los desplazamientos forzados, las amenazas, el impedimento burocrático en la administración de justicia, el estigma de guerrilleros dado por sus verdugos, y toda clase de obstrucciones para que las víctimas de La Esperanza sepan la verdad, lo cual equivale a saber dónde están sus seres queridos; si los mataron, en qué lugar los enterraron, y si están vivos, poder saber de su paradero. Frente a todo esto la comunidad se ha unido desde 1996, no solo para denunciar los crímenes de Estado cometidos contra sus personas, familiares y bienes, sino también para generar memoria, para escribir un capítulo de dignidad y de lucha, de voz que no se acalla ni con el traquetear de los fusiles, y han organizado y asistido a eventos por la defensa de los Derechos Humanos. Con todo, la impunidad impera en esta Colombia asesina de sus hijos.
En un documento publicado en compañía de las víctimas y de la CJL en 2012, a 15 años de las desapariciones forzadas, la abogada Liliana Uribe escribe: “La investigación penal que se adelanta por las desapariciones forzadas de la Vereda La Esperanza aún no arroja la identificación e individualización de todos los autores materiales y determinadores de los hechos. El proceso se abrió en contra del jefe paramilitar de las autodefensas campesinas del Magdalena Medio, Ramón Isaza Arango y del Mayor del ejército Carlos Alberto Guzmán Lombana. La fiscalía, transcurridos quince años, aún no ha formulado acusación contra los dos investigados, y menos aún se ha avanzado a la etapa de juzgamiento”.
El proceso penal se ha dilatado sobremanera y para 2013 ya son 17 años de impunidad para los criminales; de angustia para las familias, de dolor inenarrable, de incertidumbre. Si bien la fiscalía dictó en el 2000 orden de captura contra Ramón Isaza por secuestro y homicidio, al igual que en 2003 ordena detención preventiva por los mismos delitos, ninguna de ellas se han llevado a cabo. Isaza fue privado de la libertad, mas no por los delitos que se le imputan, sino en virtud del viciado proceso de justicia y paz, por lo que, tras la supuesta desmovilización del bloque del Magdalena Medio el 7 de febrero de 2006, el líder más antiguo de los paramilitares colombianos volvió a su residencia en Las Mercedes, centro de todas sus operaciones criminales.
Ante medios de comunicación Isaza Arango ha reconocido su responsabilidad en condición de jefe de la estructura paramilitar, pero ha negado haber concurrido en la planeación y ejecución de las desapariciones forzadas atribuyéndole la autoría penal a su hijo Omar Isaza, al general del ejército Alfonso Manosalva Flórez y al Mayor Hernández, todos ellos fallecidos”, sentencia Uribe Tirado tras un proceso complejo, ya prolongado en el tiempo.
Para saber algo con respecto al victimario, los abogados del mismo Isaza alegan ahora que el jefe paramilitar tiene Alzheimer, por lo cual su mente no recuerda nada de lo que hizo: una nueva disculpa para entorpecer los procesos penales. De otro lado, es común en Colombia atribuirle a los muertos, cuando ya no pueden defenderse, toda clase de crímenes que los vivos ocultan echándole la responsabilidad a éstos y de esta manera prolongan la impunidad y las faltas a la verdad, que, en el fondo, es lo único que importa para las víctimas y sus familiares, para toda una comunidad que resiste contra la indiferencia, contra la violencia y contra toda forma de dominación que intente silenciar las voces de los que ya han aprendido a expresarse con sus propias palabras, de los que ya comprendieron que la historia no solo la escriben los poderosos, sino que también existe una política del pueblo, de las comunidades, y esta política está acompañada de mecanismos legales de lucha y que es a partir de la comprensión de esta realidad social que nos compete, que se escribe otra historia, la de las comunidades rurales que avanzan en su intento por alcanzar las reivindicaciones sociales, por las cuales se lucha a diario y que son la esencia de toda transformación.
Coda illuminata
Luego del taller en compañía de la vitalidad de esta juventud consciente de su sitio en la historia, de su compromiso con las generaciones que les sucederán, almorzamos en comunidad y damos un paseo por las cercanías del río donde los campesinos quieren erigir un monumento a la memoria de sus seres queridos. Las aguas del Cocorná nos llaman y nos sumergimos en ellas refrescando los cuerpos, acariciados por la corriente que, musical y alegre, avanza entre las peñas que forman las márgenes de sus orillas. Jugueteamos como niños parte de la tarde y nos disponemos ya prontos a la partida. Claudia queda en los compromisos de seguir acompañando a esta población completamente viva, en un paraíso natural el cual han defendido contra todas las arremetidas del Estado y de los poderosos.
La comunidad de La Esperanza es un ejemplo de ello: de resistencia, de amor por sus seres queridos, de lucha interminable contra el olvido. Porque la memoria guarda en el corazón de hombres y de mujeres la esperanza de un cambio, en un futuro próximo, como respuesta civil a una barbarie a la cual hay que decirle ¡Basta! Y empeñar en ello la sangre, cuando es necesario, vital e inevitable. Las víctimas han demostrado la culpabilidad del verdugo.
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