Por Jandey Marcel Solviyerte
El incomprendido, remembranza de Raúl Flórez
Corría el año de 1999, por allá por el mes de marzo. Me encontraba en los pasillos de Troncos de la Universidad de Antioquia y un joven de veintitantos se me acercó y me preguntó qué era lo más importante a la hora de escribir poesía. Mi respuesta fue sencilla y contundente: leer mucho, escribir mucho. Una risa irónica salió de sus labios y me dijo que era eso lo que más hacía, leer y escribir, y que aun así, no había encontrado la fórmula para hacer buena poesía. Lo acompañaba una mujer hermosa, de cuerpo esbelto y por la forma como lo miraba se notaba el gran amor que le tenía. Yo, imprudente como soy, no dejaba de observar a esa belleza tropical mientras Raúl, como se presentó, me hablaba de la gran poesía del mundo y de cómo respetaba el bello arte de la escritura.
En aquel encuentro no le puse mucha atención, embelesado con los labios carnosos de la joven, humanamente hermosa. Sin embargo, a partir de ese momento comenzamos a vernos más a menudo en la universidad, en el aeropuerto del Ama Mater y en las calles de Bello, donde había nacido y crecido el poeta. Si bien al principio toda mi atención se la robó su acompañante, a medida que avanzaban nuestros encuentros el joven con aspecto de leopardo fue haciéndose cada vez más amigo, ya por su deferencia hacia mí, ya por la excelsa poesía que compartíamos en los instantes que podíamos departir juntos.
Venía de una familia humilde, al igual que la mayoría de los habitantes de Bello. Su padre, Hermes, es un viejo amante de la literatura, y su madre, Mariela, quien había muerto casi un año atrás, le había heredado su sensibilidad, la cual Raúl utilizaba a la hora de escribir y a la hora de seducir a bellas mujeres. Medía 1.76 de estatura, ojos zarcos, entre el gris y el verde, dañados como diría mi madre siempre en su afán de perfección. De brazos fuertes, de cuerpo atlético, ni griego ni egipcio, más bien como el del campesino antioqueño que ha formado su esbeltez en el rudo trabajo de labrar la tierra bajo sol y lluvia. Y eso era Raúl, un hombre de la tierra, de la tierra bellense para ser más explícitos.
Nació un 25 de diciembre de 1973 en el barrio Pachelly, municipio de Bello, de ahí que por hacerle chanzas los amigos le decíamos el niño dios de Pachelly. Es un barrio históricamente en conflicto, donde una tradición de bandas se ha mantenido desde la década de los ochenta. Esto no le hacía gracia, a sabiendas de que su barrio nunca se había caracterizado por su tranquilidad o por su actividad artística, y en Bello hubo un “Niño dios” terrible, y no hay pie a la comparación. Raúl venía de una familia unida, criados con cariño y con una buena educación; de los hijos menores de esa familia numerosa, desde niño se destacó entre sus hermanos por ser muy buen estudiante e inteligente, siendo no siempre necesaria la inteligencia para cumplir con las labores académicas. Hábil con las manos como con el cerebro, empezó a dibujar, a escribir y a traducir canciones del rock al castellano, hallando en la lengua sajona una de las plataformas para practicar su escritura.
Había estudiado mecánica automotriz, electrónica, filosofía e inglés. En todas esas ramas desempeñaba a plenitud sus facultades. Un conocimiento no mermaba el otro, en cada uno de ellos daba lo mejor de sí. Raúl arreglaba transistores, neveras, motos, un corazón humano. El don de la amistad le había sido dado. Sabía amar como pocos, más allá de la muerte su amor crece, como en estos versos suyos dedicados al poeta Daniel Día:
…cuando todos los puntos
sean un solo transigir,
el mar, el mar,
apostará a arrojarse
con sus más bellos corales
hacia un oleaje de estrellas,
porque allí aún, cabalgará el poeta
continuando el desgaste de su alma
por lo bello…
Como era usual en él todo lo entregaba, era el desgaste de su alma y de sus recursos por sus familiares, por sus amigos, por sus mujeres, por su hijo. En alguna ocasión me dijo: “Hermano, como es de bueno salir con el niño, así sea para comerse un conito de quinientos”. No importaba si tenía mucho o poco, lo importante era la entrega sin espera alguna. La poesía de la vida fluía en él y en torno suyo como un aura límpida. No quiero aquí desconocer lo humano y erróneo que por nuestra condición nos es afín a todos, no. Raúl, como hombre y como artista tenía muchos defectos, los mismos que jamás lograrán opacar toda la grandeza albergada en su espíritu, y que en el tiempo que habitó entre nosotros, a sus seres queridos nos dejó la impronta de su altura y de su amor inmensurable. Amor de creador, de poeta, de incomprendido que lleva luz donde hay tinieblas, donde estas abundan.
Crítico mordaz. Cuando el trabajo de algún artista le parecía malogrado se lo expresaba sin ambages, enseñándole los puntos exactos en los que para él había fallado en la ejecución de su arte. Sabía de literatura, de filosofía, de física y de otras tantas cosas que en sus pocos años había acumulado su curiosidad inacabable. Pesimista por excelencia, de un cristianismo filosófico que compartía con Kierkegaard, a quien admiraba profundamente, al igual que a Cioran y a Hegel. Amaba la música clásica, el rock y la música campesina. Escuchando esta última se tornaba melancólico y sacaba el campesino que siempre llevaba guardado en él. En Raúl sucedió lo que a muchos de mi generación. Crecimos en un Bello bucólico más que citadino, y de súbito la ciudad nos rodeó con sus tenazas amenazantes, a la par que llegó la violencia para asentarse en el territorio. Esta de hoy es una onda más de aquella marea.
Por aquella época, finalizando el milenio, andábamos de un lado a otro del valle de Aburrá, asistiendo a cuanta lectura de poesía había, recital musical, conciertos, obras de teatro, conferencias y, al final de todo, fiestas. Encantaba a sus escuchas con sus historias, algunas cotidianas, otras fantásticas, como aquella del duende que era su amigo en el Quitasol, a donde acostumbrábamos ir a finalizar las fiestas, bañándonos en las quebradas y encendiendo fogatas para cantarle a la luna en noches de arrebatadora juventud. Algún día nosotros también fuimos jóvenes y eran los años de la marihuana, del perico, de las pastas, del LSD, los hongos, las plantas psicoactivas y hermosas muchachas en la flor de la edad. Fueron los tiempos de Arte Joven por Bello, de los Días del Trueque, de las embajadas culturales a otros municipios, y entre tantos y tantos que pasaban por la casa de la cultura Cerro del Ángel o por la biblioteca, era el poeta Raúl Flórez uno de los más reconocidos.
Formamos un grupo de amigos amplio. Mario Gutiérrez, el pintor, con quien Raúl se conocía desde la adolescencia, Andrés Muñoz, el chelista, Mauricio Lenis y Mauricio Múnera, del grupo de rock Magma, Jorge Fuentes Aconcha, quien al igual que el poeta fue asesinado en las calles de este pueblo que sigue diezmando generaciones, y otros amigos que iban y venían por la mesa del desenfreno, como llamamos en medio de las fiestas al particular grupo de anómalos. Por esa época, año 2000, Raúl, Mario y yo subíamos mucho a la montaña en búsqueda de substancias y fue allí que nos embargó un cruel pesimismo por la vida, ver cómo el mundo que habíamos conocido, campesino y tranquilo, se había tornado en citadino y violento. Fue en ese momento que escribió sus más bellos poemas.
Todo absolutamente es simple, cuan do la tristeza aflora
y los insectos suspiran como eco sus alas en un mutismo.
Se van las palabras, se van agotando, se untan de nada.
Todo irremediablemente se calla.
Los gritos no suenan, los apocalipsis no arredran,
la sal se hace sosa en el umbral de la pena.
El sol no tilita su luz a la sierra, las nubes se amarran
hundidas al aire y el aire tan quieto no se suspende en su espacio.
Nada, nada aflora, ya no hay movimiento,
no hay tablas de luna para amantes muertos.
No hay relevancia del día a la noche, todo está durmiendo.
Es el pesimismo creador, un nihilismo activo, que propone sobre las ruinas antes que echarse a llorar sobre ellas. De ello está cargada su poesía. Es difícil reconocerlo, pero por lo general escuchamos más a los amigos que escriben cuando ya han escrito su última página, cuando ya no volveremos a verlos en la calle, en las salas de cine, en los teatros o en la taberna, vienen a nosotros con mayor fuerza ahora que son solo palabra, arte, memoria implacable como la roca que golpea las sienes. Y así pasó entre nosotros Raúl Flórez, con su palabra encendida, incendiaria. Como un relámpago su vida que apenas alcanzó los 27 años. Y entre todas las cosas, su contundente palabra que sigue repitiéndose entre nosotros.
El sol advertía un ocaso,
un impulso se desvanecía.
Tiempo después,
un transeúnte nocturno
advertía un loto
ante la luna abierto.
Había poesía pensada en sus escritos, pero también mucha filosofía. Al igual que Anaximandro concebía que el universo estaba formado a partir de un principio de todas las cosas, un arché, relacionado directamente con lo ilimitado, con lo infinito, ápeiron. Raúl era un clásico en tiempos de barbarie. Atraído por la fuerza absoluta hegeliana, veía en la totalidad de las cosas la fuerza del espíritu. Una vez en especial, mientras hacíamos un ritual a las potencias, en nuestro “país de las piedras”, como él llamaba a un refugio en la montaña, se había puesto unas ramas en la cabeza, coronando sus sienes y en medio de las alucinaciones vi en él a un antiguo, a un filósofo o a un emperador, quizá un Juliano, como él, Apóstata; en el fondo un espíritu de todos los tiempos encarnado en esa figura humana.
Milenio sepulturando a Roma y a Séfora,
descartas a Descartes y te hundes en los mares
donde mataste mis indios y aliviaste la fe de mis ciegos.
Milenio de Da Vinci y de Alejandro,
de un Gandhi pensando en un Cristo
y de un Che pensando en un Cristo.
Milenio de espasmos
de ilusiones escolásticas
y de arrabales hegelianos.
Milenio de un eterno tiempo, de morigerancias
y de un suave tormento.
Milenio de mis ancestros.
Milenio de Mariela.
El poeta se despedía de aquel milenio de lumbreras y de hogueras, de incensarios y de incendios del ser, el milenio de su madre Mariela, a quien ubica en medio de todos los personajes históricos citados en su poema. Incluso Alejandro, que no perteneció a ese milenio, va allí entremezclado, porque, según él, fue en ese milenio fallecido en que fue redescubierta su figura a partir de la era del Renacimiento. Con él se hablaba de historia como de culinaria, de silogismos como de las canciones de Gildardo Montoya, de esoterismo cristiano como de las parrandas en los puteaderos y de muchachas ardientes. No era un santo, por supuesto, jamás pensó serlo, con todo y su cristianismo, como el Mires de Cavafis. Reía de sí mismo como del prójimo, y su carcajada estridente aún resuena en nuestros oídos.
En una ocasión llegamos a la fiesta de clausura del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Yo era el invitado, pero Raúl se convirtió en la estrella de la mesa. Con sus ojos zarcos y hablando inglés hizo creer a los meseros que era un invitado extranjero. Estos, para tener del visitante una buena impresión al marcharse de la ciudad, llenaban nuestra mesa con platos rebosantes de comida, con licores finos, nos colmaban de atenciones, reímos por aquella pilatuna suya que nos hizo la noche más que agradable. Cuando salimos del hotel, pletóricos de licor, las carcajadas llenaban toda la avenida de Greiff a donde fuimos a parar en busca del bus que nos llevaría de nuevo hacia Bello y terminamos en el Parque Rojas Pinilla donde incluso a los bandidos los asaltan. Seguida la chanza con su hablar de gringo, dos prostitutas nos protegieron hasta que las primeras luces del alba llegaban con el bus que nos llevaría a nuestra tierra bellense. Se despidió de las chicas de la noche en castellano.
“Ah de la noche trágica me acuerdo todavía”, como dijo Silva. La noche del 22 y al amanecer del 23 de agosto de 2001 bebimos Conforty, un destilado de caña baratísimo, pues si hubo noches de licores finos, también las hubo de los más viles e innobles que pueda existir. Siempre que bebíamos aquel trago barato se reía pensando en una entrevista ilusoria para algún medio literario en lengua inglesa, y que cuando le preguntaran cuál era el trago que más consumía, él respondería: “I drink Conforty”. Subimos por la Obra 2000 casi hasta donde nuestros caminos se bifurcaban, cerca de la Institución Educativa Mano Amiga, y de nuevo volvimos al parque porque él quería seguir bebiendo. No quería irse aquella noche. Quizá presentía los pasos que detrás de él marcaban los segundos. Tal vez como en otra ocasión en Don Matías que junto a otros amigos ingresamos al cementerio y nos preguntamos quién sería el primero de nosotros en morir, Raúl respondió aquella vez que sería el primero. Los demás callamos. Al amanecer del 23 de agosto volvió a insistir en que se iba a morir pronto. Le respondí que yo iba a morir primero y me dio un golpe en el hombro. En las charlas duras que siempre usábamos le dije: “Entonces muérete”. Nos despedimos mientras cantaba Wish you were here de Pink Floyd, y en efecto, aquella noche lo asesinaron.
Ahora que han pasado 18 años después de su muerte rompo una promesa que alguna vez le hiciera al poeta. Me hizo prometerle que si él moría primero jamás yo escribiría una línea en su nombre. 18 años de un silencio espantoso cuando son las palabras impedidas por la memoria de alguien amado que ya no está y que siempre te acompaña. Quizá, paradójico como era, quería en el fondo que su amigo le hiciera un homenaje tras su muerte y la única forma de hallarlo sensato era impedir bajo juramento que aquel lo hiciera. Fue Raúl en su existencia un incomprendido. Tras su muerte, muchas personas, incluso muy cercanas, no solo lo pensaron, sino que expresaron que yo había tenido que ver con su muerte. Hubo quienes, además, rasgándose las vestiduras, aseguran haberme visto en el sitio del crimen. Testigos que nunca intervinieron para impedir su muerte. Algo que hubiese hecho yo sin duda, a cualquier costo. Difícil fue comprender su vida, difícil será comprender su muerte.
Es de madrugada. Justo casi la hora cuando nos despedimos en La vuelta al carbonero, lugar donde se bifurcan los caminos entre La Primavera y Pachelly. Me llamaba desde la otra orilla de la vida mientras cantaba. Raúl, el incomprendido, fue hallado muerto dos días después y como testigos quedaron las aguas de la quebrada La García, a la altura del puente de Playa Rica donde lo encontraron. Una víctima más de esta ciudad que asesina a sus mejores hombres, como a Rodrigo Rúa, su primo hermano, quien moriría 9 meses después que Raúl, ambos extintos como la esperanza. Rompo mi silencio para recordar al amigo, al poeta que vino a enderezarme el alma, al incomprendido que cantó en su poema:
El incomprendido es un gigante
conducido por la mano de una hormiga.
Ata su vida al intento.
Nace resucita y muere mil veces por sonrisa.
Incomprendemos su ciclo.
No somos funesto vuelo
ni ancestral atajo.
Somos péndulo que oscila
entre la nada y la nada
y nada más.
Decía el incomprendido.
En el flujo del eterno retorno el poeta permanece como desde el principio de los tiempos, intacto. Dejo la flor recamada de mi llanto, y de nuevo surge la sonrisa al recordar todo lo que en su belleza nos ha dejado: “El poeta descansaba, la espiral venía de vuelta”.
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in Historia
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