EL DESCONOCIDO PROCESO DE PAZ

 Por:  J. Miguel Sánchez.
 
El 10 de diciembre de 2016, cuando al presidente Juan Manuel Santos le otorgaron el Premio Nobel de Paz, tuvo el gesto de recibirlo en nombre de todos los colombianos y, principalmente, de las víctimas.
 
 Y con razón. Este proceso de paz no es producto del esfuerzo de una sola persona. Desde que inició en 2012, muchos se han comprometido para que llegue a feliz término. Pero la paz ha tenido pretendientes desde mucho antes. Podemos recordar, por ejemplo, los demás procesos que lastimosamente fracasaron: los diálogos en La Uribe (1985), en Caracas (1991), en Tlaxcala (1992), en San Vicente del Caguán (1997), entre otros.
 
En ellos no estuvieron exclusivamente el gobierno y las insurgencias, sino también personas desconocidas, gestando vida, reconciliación y sembrando paz. Y estos ejemplos no son los únicos.
 
Tienen buenos motivos los medios de comunicación en darle protagonismo a aquellos procesos, y de resaltar mucho más el actual que, según parece, aunque ande a paso de tortuga y tenga muchísimos obstáculos en el camino, puede resultar ser el mejor de los procesos posibles. 
 
Pero los medios pecan al informar nada más que lo noticioso. Le han dado más importancia a un acontecimiento que a otros, y eso no es objetivo. Este hecho histórico, para que sea verdaderamente tal, y además nos convenga a todos, tiene que explorarse a fondo. De lo contrario, corre el riesgo de no entenderse bien y de convertirse en una simple coyuntura, igual a los anteriores.
 
La investigación permitirá conocer su dimensión. De este modo, desaparecerán los aforismos tan trillados como el de “no es el esfuerzo de una sola persona”, para ver cómo emergen análisis serios, en los que se aprecien los esfuerzos de esas personas y sepamos quienes son en realidad. Comprenderemos cabalmente en qué consiste un proceso de paz. 
 
Se verá, entonces, la historia de Álvaro, que escogió estudiar sistemas en vez de ingresar a un grupo armado. O la de José, presidente de la Acción Comunal de su barrio, que en lugar de robarse el dinero de la comunidad, decidió construir una placa deportiva para robarle, eso sí, los jóvenes a la violencia, que los reclutaba masivamente.
 
Óscar, un obrero fabril, nos contará que sus “horas extras” las pasa en reuniones del sindicato, para luchar por sus derechos y por trabajo digno. Conoceremos la guerra que lleva la profesora Marta, desde hace diez años, tratando de educar a los niños de una manera correcta, cumpliendo su horario y sus labores pedagógicas, sin dejar que el salario sea su único aliciente, porque –como dicen muchos irresponsables–, así no haga un buen trabajo de todas formas le consignarán a fin de mes.  
 
Sabremos la importancia de la memoria colectiva, porque César, un periodista especializado en este campo, nos contará cómo ayuda a reconstruir y a divulgar la historia de este país para que no estemos condenamos a repetirla. Conoceremos las versiones de Magali, Nicolás, Iván, Alba, Gustavo y Paula, estudiantes que salen a marchar por la educación pública, gratuita y de calidad, así no esté de moda.
 
Sabremos por qué Liseth, madre soltera que, para darle ejemplo a su pequeña hija, prefirió rebuscarse vendiendo confites, en vez de tomar la opción que le ofrecía Jairo: prostituirse o vender droga. Osvaldo, un joven de 25 años, nos relatará la historia de cuando dejó de atracar para salir a la calle a ganarse la vida honradamente. Y cuando le preguntemos a qué se dedica, dirá: “a guerrear”, porque son tan adversas las condiciones del trabajo informal, que el temple de un camellador debe ser el de un militar. Las bajas que sufren en la jungla de concreto no se han registrado en ninguna de las estadísticas de los partes de guerra, pero existen.
 
Cuando nos acerquemos a estas realidades tan desconocidas, entenderemos, por fin, que un proceso de paz son las reivindicaciones que se persiguen por medio de la justicia social.  Saber esto nos servirá para aprender a caminar. Desde muchas décadas antes de 1964, cuando se constituyen las FARC-EP, los colombianos no hemos sabido hacer la paz, hemos hecho nada más que la guerra.
 
Ahora gatearemos y daremos nuestros primeros pasos, si nos miramos en estas personas, que fueron soldados y guerrilleros en una batalla sin armas de fuego, desde la trinchera del anonimato, con el mismo peligro latente de perder su vida en combate, teniendo fe en la causa: el objetivo de convertir a Colombia en una patria nueva, diferente, sin violencia.
 
Todos aquellos soldados hicieron lo que les dictó su bondadoso corazón: trabajar por la paz. Aunque estuvieran amenazados de muerte, aunque la violencia los acechara y supiera dónde vivían, a qué horas salían, qué lugares frecuentaban y a qué horas regresaban a casa. Quienes los siguieron en la muerte, deben seguirlos también en la vida.
 
Todos estos luchadores sociales, y los que lean estas palabras y se interesen, deben buscarse, unirse, deben ser mínimamente cívicos, como enseñó Jaime Garzón, para construir por medios más allá del voto, la Colombia que queremos: una Colombia feliz, llena de esperanza, como la que soñó Jaime Pardo Leal. Hay que sumarse a esta nueva gesta libertadora, que será mucho más difícil de librar, pues requiere de mayor inteligencia, para que ganemos la más hermosa de todas las batallas: la paz. 
 
 
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